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Capítulo 1: CAPÍTULO I

El sol ha desaparecido tras las cimas del Habwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orisa, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos que, como un himno a la divinidad, levanta la creación al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las ultimas notas de la improvisación de una bayadera.
La noche vence, el cielo se corona de estrellas y las torres de Kattak, para rivalizar con él se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quien es ese caudillo que aparece al pie de sus muros al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes a cuyos pies corre el Ganges como un inmensa serpiente azul con escamas de plata?.
Él es. ¿Que otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Schiven, meteoro de la gloria, puede adornar sus caballos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo schal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnifico rey de Orisa, señor de señores, sombra de dios e hijo de los astros luminosos.
Es él, ningún otro sabe prestar a sus ojos , ya el melancólico fulgor de lucero de alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres de Davalagiri. Es él; pero ¿que aguarda?
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano schal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplareis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lucio sobre el mundo cuando este salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol, y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea ni en la presencia del tigre, lata violento bajo la mano que se llaga a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. «¡Pulo!», «¡Siannah!», exclaman al verse y caen el uno en los brazos del otro. En tanto, el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye al morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el golfo al océano. Todo huye; con las aguas, las horas; con las horas; la felicidad, la vida.
Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyos ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aun bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro, exhala un grito agudo y ligero como el del chakal, y retrocede diez pies de un solo salto haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.
¿Que ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿A caso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan lamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su hermano.
Su hermano a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Orisa; el que por ultimo juro su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su dios.
Siannah le ve también, se coagula la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la muerte lo tuviera asido por el cabello.
Los dos rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro, como dos leopardos que se disputan una presa. Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del grande espíritu.
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de si, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos, tienen un asola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quien no siente saltar su corazón de jubilo a los ecos de este solemne cántico?
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos; en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas , las manchas desaparecen; más apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que el cabo exclama con un acento de terrible desesperación:
-¡Siannah! ¡Siannah! la maldición del cielo ha caído sobre nuestras cabezas.
¿Conocéis a ese desgraciado a cuyos pies hay un cadáver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Orisa, magnifico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos por la muerte de su hermano y antecesor.