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Moderate

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CAPÍTULO II

La condesa del Zarzal había pasado muy mala noche y dado orden a su doncella de que no la despertara hasta la una de la tarde, y que a esa hora la subieran el almuerzo a sus habitaciones. No quería ver a nadie.
¡Qué modo de revolverse en el lecho, Dios mío! Solo en los hospitales se ven de vez en cuando enfermos heridos por la muerte en el estómago que se revuelquen por sus camas con la rabia que lo estuvo haciendo toda la noche la señora condesa del Zarzal. Lanzaba sollozos, rechinaba los dientes, y cuando a la mañana tocó el timbre para dar la orden de que no se la despertara hasta la una, tenía los labios lívidos, la tez, histriada de colores distintos, los ojos inyectados, no ya de sangre, sino de humores, probablemente de bilis, y la voz ronca y fatigada como de haber estado chillando veinte años seguidos. Todo su cuerpo revelaba un gran combate sostenido con el pensamiento, enemigo poderoso por lo mismo que es impalpable, y de aquel combate había salido rendida. No tenía necesidad de decirlo: hasta en la forma de estar echada sobre el lecho se veía el desplome. Había algo en aquella espléndida naturaleza de mujer hermosa, que había venido abajo, a tierra, sin estrépito, pero con cataclismo: uno de los sillares que sustentaban su vida que había rodado, falto de equilibrio, por el angustioso declive de un destino triste que comenzaba a iniciarse: y por más que hacía la favorita de la suerte por contener la carrera loca de aquel elemento de vida que se le escapaba de entre las manos, ¡ah! más parecía el insensato burlarse de ella, y con más anhelo mostraba su impaciencia de arrojarse al fondo.