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CAPÍTULO V

Aquella mañana del mes de Mayo había amanecido fresca y otoñal: era un crepúsculo sombrío y cárdeno el que rasgando medrosamente las espesas oscuridades del cielo, pintarrajeado todo de nubarrones negros, comenzaba a dar entonaciones propias y características a las cosas, a proteger la vanidosa ostentación de los colores, nunca satisfechos de que se les admire bastante.
Pero tenía que luchar en competencia con la niebla, que semejante a un ejército invasor victorioso, lo llenaba todo, se atrevía con todo, colándose por todas partes, borrando líneas aquí, colores allá, perspectivas por todos lados, con una rabia de ocultación, de escondite, que no parecía sino que la Naturaleza iba a acometer un gran crimen, y que horrorizada de sí misma, de lo que pensaba, se tapaba ruborosa con aquel manto de nieblas, tan bien tejido, pero tan horrible. Y era un espectáculo desesperador y curioso al mismo tiempo para los que saben mirar el de aquellas casas, apenas alumbrada por la dudosa claridad de un astro que diríase agonizante, semejantes a fantasmas de la edad de piedra, altas e imponentes, silenciosas como una tumba, y animadas interiormente por resuellos y por toda clase de movimientos, sin cambiar en nada su fisonomía indiferente de todos los días, ¡ay! tan sordas a la desesperación como al alborozo, como si no hubiera una identificación más grande de lo que generalmente se cree, entre la criatura y el nido, entre el hombre y el techo familiar, el techo de todos los días, que mira desde la cama cuando sueña, o cuando piensa en lo indistinto.