La naturaleza humana, a medida que es más fina, más perfecta, tiene mayor miedo a la muerte. Un héroe no es otra cosa que un convulsionario o un loco. Los ejércitos, las grandes masas de combatientes, que saben que avanzando van a morir, y corren hacia adelante sin volver la vista atrás, siquiera para despedirse de la vida, están formados de patanes. César en el Senado se tapó la cara con el manto a presencia de los puñales conjurados contra su vida, y Napoleón sólo fue héroe en Arcola: debió morir en Waterloo o suicidarse en su jaula de Santa Elena. Héroes los trágicos desesperados de la historia, Leónidas, Espartaco, Viriato, Churruca, Nelson, Garibaldi. Y sobre todo, héroes los grandes temerarios de la inteligencia, las intrépidas avanzadas del progreso humano; esos, Sócrates, Cristo, Savonarola, Juan Huss, Jerónimo de Praga, Giordano Bruno, Tomás Moro, Galileo, Bernardo de Palissy, Dionisio Papin, Proudhon, los generosos atletas del 93, sin exceptuar a uno solo, esos, esos son los héroes, los verdaderos héroes; y casi al mismo nivel de ellos, y no por encima de ellos, porque teniendo sólo la aureola de lo útil, les falta la de lo sublime, que únicamente puede darla el martirio, los enormes combatientes de la paz, Torricelli, Newton, Keplero, Laplace, James Wat, Stephenson, los hermanos Montgolfier, Claudio Bernard, Bell, Edison, Lesseps. -Que no se hable de otros héroes que esos. Los demás sólo son, exceptuando una docena de nombres, carniceros equivocados de vocación. Locos cuando se baten, y casi idiotas cuando están parados.
Eudoro Gamoda, que era inteligente, no podía, pues, tener ese heroísmo activo de los temperamentos groseros. Se había batido en el Salón, y lo mismo habría hecho hasta ensangrentarse y sucumbir en la demanda, desde una barricada en defensa de una idea generosa, de una utopía de civilización. Ahora no le quedaba otra cosa que resistir. Resistir a su pena, a sus dolores, que él temía que pudiera convertirse en locura: resistir a costa de todo, aunque fuera preciso para eso saltarse los ojos y arrancarse las uñas; no volver a verla, y si lo llamaba, responderla con una sola frase, con una sola: «Señora, yo tengo vergüenza.»
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