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CAPÍTULO XIV

Pasó una hora. dos. tres. ¡y la condesa sin volver! -Debería estar bien, donde quiera que estuviera. Así se daba tan poca prisa en volver adonde la aguardaban.
El espíritu de Gamoda, amodorrado y todo como estaba, sufrió todas las crisis de la noche, como si se hubiera fundido con ella. Al principio, en las primeras horas, estaba sombrío, sombrío como siempre, pero con algo de animación en el pensamiento, con alguna marejada de pasiones en el cráneo. -Subían y bajaban, y aunque no dejaran en su espíritu otra impresión que el ruido, un ruido de olas batiendo una costa, ese ruido era por entonces su compañero, y se acomodaba a él, y no encontraba su soledad tan miserable como otras veces en que le sonaba la cabeza a hueco de un modo desconsolador, especie de petrificación humana. -Luego, cuando a la noche sucedió la madrugada y advirtió por la mayor soledad de la calle, y el más precipitado andar de los que la cruzaban ansiosos de llegar a sus casas, que era tarde, que se había echado la hora encima, y el canto de las tórtolas prisioneras en sus jaulas, y el silbido de los mirlos, y el especie de ¡alerta! que dan los gallos, ¡qui-qui-ri-quí! -sin progreso, siempre lo mismo- le avisaban que la hora era llegada, que en Z dormía todo el mundo a esas horas, menos los ladrones, los calaveras de profesión y los aristócratas, Gamoda se incorporaba en su lecho de piedras, y aguardaba; y, por fin, cuando los primeros tímidos arreboles del día coloreaban fantásticamente de un blanco amarillento los edificios, y los barrenderos, y los vendedores ambulantes de café llenaban de ruidos de humanidad la calle, Gamoda renació a nueva vida: se acercaba el instante; estaba a dos pasos de un grave acontecimiento. Iba a decidirse el más grande conflicto de su vida.