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CAPÍTULO XV

Gran fiesta en los salones de la Embajada francesa. Ha comenzado la las doce y no debe concluir hasta el amanecer. Todo cuanto Z contiene de distinguido en todos los órdenes de la vida, aristocracia, arte, banca, parece como si se hubiera puesto de acuerdo para hacer de aquellos salones de la Embajada, una imponente y soberana exposición de grandezas. Se oyen pronunciar por todos lados hombres ilustres del pasado o del presente, y es tanta la obsesión que esto produce en los que no tienen, en los que no pueden ostentar esos nombres, pero que asisten a la velada en concepto de invitados como los demás, que creen asistir a una resurrección de la historia antigua, y se figuran contribuir a la formación de los anales patrios, ni más ni menos que los egregios abuelos de los que danzan por aquellos salones. Pero lo que hace más vistosa, más espléndida la fiesta, es la profusión de extraños uniformes azules, blancos, encarnados, verdes, deslumbradores a fuerza de oro, que desfilan ante los ojos deslumbrados de los que no tienen la costumbre de ver tanta claridad, aun en los vestidos, a las doce de la noche. La monotonía del frac es insoportable; esa nota negra, parecida a una mancha, que ensucia todas las reuniones de la aristocracia. Es inconcebible el empeño que tienen los hombres de nuestra época en hacer sombrías todas sus reuniones con ese traje negro, que como decía Musset: «Parece que está pidiendo consuelo.» Si es un símbolo, bien: esta generación tiene el deber de vestirse de negro: lleva luto por muchas esperanzas, por muchas ideas consoladoras. Ha presenciado muchos cataclismos ¡ay! y tiene la seguridad de que le quedan todavía otros muchos que contemplar. Pero si es una manifestación del gusto, entonces ¡maldito sea ese gusto que da tonos sombríos a todas las reuniones humanas, haciéndolas aparecer como reuniones de enterradores y curiales!
Pero condecoraciones, brocados, uniformes fantásticos, oro de los entorchados y de las franjas, todo esto desaparecía como a través de una nube, hiriendo las retinas sólo de un modo vago, al lado de la Mujer que parecía celebrar una apoteosis de su sexo, según se presentaba allí omnipotente y magnífica. La inmensa, la enorme superioridad de gusto de la mujer sobre el hombre, se advierte más que en nada, en el modo que tiene de vestirse, de peinarse, iba a decir que hasta en el modo de sentarse, artístico, aunque ella no lo procure. Allí estaba, con su cabecita rubia o negra, pero siempre inspirada, siempre luminosa, como si la rodearan los áureos limbos de las vírgenes cristianas; con sus hermosos ojos que miran con más delicadeza, con más humanidad que los de los hombres: descotadas, para hacer sentir más poderosamente la arrebatadora poesía de la carne: vestidas con trajes de largas colas que les daban apariencias de magas, de ondinas, mejor que de mujeres: adornadas de pedrerías y de flores, y dispuestas a hacer pensar en el prodigio de una desaparición completa de la tierra cuando los arrebatadores compases del wals llegaran a ese crescendo en que la planta de la mujer casi se convierte en el ala de un ave, según lo suavemente que roza la superficie de la alfombra, irisada de colores brillantes, de reflejos de luz, adornada en las orillas de flecos de oro.