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CAPÍTULO XVI

La condesa estaba enferma, seriamente enferma. Se le escapaba la vida por todos los poros de su cuerpo: se moría.
De su enfermedad circulaban noticias realmente fantásticas, que hacían novelesco su modo de morir. Se contaba que había despedido a toda la servidumbre masculina del hotel en una especie de furor rabioso que se le había declarado contra los hombres; añadíase a esto, que por no ver a ninguno en su presencia, había hecho venir de Inglaterra a una doctora, cuyos extravagantes procedimientos terapéuticos eran motivo de escándalo entre todo el cuerpo médico de Z. Decíase, además, que había mandado talar todos los arbustos del jardín, porque el más ligero perfume le provocaba espasmos nerviosos tan exagerados, que casi siempre degeneraban en furiosas convulsiones, que no podrían ser dominadas por toda la guarnición militar de Z, de imponderables, de violentas; y apoderada la imaginación, que podríamos llamar colectiva, la imaginación popular, del asunto, era inacabable el cuadro sintomático que presentaban de la neurosis de la condesa. -No quería ver la luz del día y había hecho cerrar todas las ventanas del edificio y tapar con yeso todos los intersticios por donde pudiera la claridad colarse traidoramente. No podía resistir su pupila la visión de los colores vivos, y había hecho decorar todas sus habitaciones de blanco, como los dormitorios de las vírgenes. No quería escuchar el acento humano, y hacía que le hablaran por señas, como a los sordo-mudos. Para que su aislamiento de todo el mundo externo fuera más completo, había también mandado enarenar la calle, de modo que no llegara hasta ella el fatigoso ruido que producen los carruajes al rodar por pavimentos duros; y era un espectáculo más propio de la literatura delirante de Hoffman o Poe que de la verdadera vida humana, subir a aquellas habitaciones a la una de la tarde, y encontrarlas iluminadas artificialmente con bujías, como si allí, en aquella casa, tuvieran el cinismo de protestar del sol.