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Fairly Easy

Aquella noche que
habíamos comido en el club, y a pesar de que los dos no más ocupábamos
una pequeña mesa en uno de los ángulos del comedor, la conversación era
tan interesante, y la sobremesa tanto se había prolongado, que largo
tiempo transcurrió sin que pensáramos en levantarnos.
Yo escuchaba atentamente al conde, en una especie de abstracción,
hasta que me hicieron volver en mí once campanadas que lentamente
sonaron en el gran reloj de aquel salón.
Levanté la cara y miré en derredor. ¡Qué aspecto más triste y más
extraño presenta el comedor de un club o de un hotel, cuando se han
retirado ya los últimos concurrentes y a nadie se espera!
Algunos criados conversaban en voz baja en uno de los extremos. Uno
que otro, pasaba registrando las mesas, como buscando alguna cosa
olvidada. Asomaban por el fondo las cabezas de los cocineros, con el
imprescindible gorro blanco.
El jefe del comedor hacía cuentas en una de las mesas, y tenía delante de sí un rimero de papeles.
Algunas luces se habían apagado, las sillas rodeaban aún las mesas,
sobre las cuales quedaban las servilletas de los que habían comido,
como haciendo el duelo a su soledad, y el silencio sustituía a la
animación y al bullicio que reinaba pocas horas antes.
En la atmósfera parecían vagar los dichos agudos y las frases
espirituales cruzadas entre los concurrentes, y creeríase que estas
frases y esos dichos, como golondrina que se entra por casualidad en una
habitación, volaban chocando contra los muros, azotando los techos con
sus alas y resbalando por los rincones hasta encontrar una salida.
El conde me había contado aquella noche la historia
de unos amores que le traían completamente preocupado; porque aquellos
amores eran una especie de novela romántica y por entregas.
La heroína se llamaba Elvira; vivía en un cuarto piso en la calle
de Cervantes. Era hermosa sobre toda exageración, y a ser cierto lo que
en sus cartas decía, tan apasionada estaba ella de él, como él de ella.
-¿Pero usted nunca ha llegado a hablarle? -le pregunté.
-Imposible -me dijo. Todo cuanto un hombre puede inventar y puede
hacer, todo lo he intentado para acercarme a ella, y todos mis esfuerzos
y todos mis planes han fracasado y han sido inútiles.
-Explíqueme usted eso.
-Pues oiga usted. En aquella casa hay un misterio que me ha sido
imposible penetrar. Como le he dicho a usted, a esa mujer la he conocido
por casualidad: tenía yo amores con Julia, que iba todos los domingos a
oír misa a San Antonio; yo esperaba su salida paseando por las calles
circunvecinas. Vi asomarse a Elvira a su ventana, comencé a pasear la
calle, se fijó en mí; tiene una criada vieja, que nos sirvió para
establecer nuestra correspondencia: pero Elvira jamás sale de su casa…
-¿Ni a la iglesia?
-Ni a la iglesia. No entra persona alguna en la casa, y su padre es un viejo empleado, que no cultiva relaciones con nadie…
-¿Pero, cuando el padre sale, por qué no ha intentado usted entrar?
-Lo he intentado, pero ella se ha opuesto resueltamente. Mire usted la última carta que me envió y que he recibido hoy.
El conde sacó del bolsillo de su frac un tarjetero de piel de
Rusia, que tenía una cinta de oro; la abrió, y dentro de él
cuidadosamente doblada, estaba una pequeña esquelita, que me alargó,
diciendo:
-Lea usted.
Aquella carta decía:
Enrique:
Te ame con todo mi corazón, con toda mi alma. Tuyos son hasta mis
más íntimos pensamientos, hasta las más ligeras vibraciones de mis
nervios; daría mi vida entera por estar cinco minutos a tu lado, por
estrechar siquiera tu mano; pero es imposible.
Te ruego, te exijo, te mando, si para ello tengo derecho, que no
lo intentes; causarías nuestra eterna desgracia. Ámame como yo te amo a
ti, como se ama a Dios.
Elvira
-Verdaderamente es misterioso esto -dije yo.
El conde recogió la carta, la volvió a leer en silencio, y por uno
de esos movimientos tan pueriles como comunes entre los enamorados,
antes de guardarla la llevó a los labios respetuosamente.
-¿Quiere usted conocerla? -me dijo.
-Sí quiero; con mucho gusto.
-Pues mire usted mañana, a las diez pasaré por usted a su casa, nos
iremos juntos, y desde los derribos que se han hecho donde estuvo la
iglesia de San Antonio, llevando unos anteojos de campaña, podrá
contemplarla con toda tranquilidad.
Quedamos convenidos así, y hablando siempre lo mismo, salimos del
Veloz. La noche estaba fresca, pero serena: nuestros cocheros dormitaban
en el pescante y los lacayos charlaban en la puerta del club.
El conde no tenía humor para ir al teatro. Estaba preocupado: al montar en su carruaje, oí que decía al lacayo:
-A casa.
Aquél era el terrible síntoma para conocer que verdaderamente estaba apasionado.
A la hora convenida estábamos en el observatorio
elegido por el conde, y desde allí, gracias a unos magníficos anteojos
de campaña, pude conocer a Elvira.
En una ventana cubierta casi de enredaderas y de flores, asomaba la
cabeza más bella y más encantadora que había visto en mi vida. Era de
una mujer como de veinte años; los ojos negros, grandes, brillantes,
denunciando un alma ardiente y un corazón apasionado. Una cabellera
negra, ligeramente ondulada, sujeta por detrás, formando nudos, como las
estatuas griegas; una boca fresca, entreabierta y mostrando parte de
una magnífica dentadura.
-¡Qué mujer tan hermosa! -exclamaba yo. ¡Qué maravilla! Tiene usted razón de estar apasionado…
Y seguía yo disertando y exclamando, sin dejar los anteojos de la
mano, y sin perder de vista un instante aquella bellísima mujer; pero al
fin, mirando que el conde nada me contestaba, volví el rostro para
buscarle y no estaba allí.
Pensé: habrá ido a encontrar a la criada y no tardará mucho en
volver. En efecto, a pocos momentos llegó, pero agitado, nervioso…
-¡Soy feliz! -me gritó. El padre no está allí, y a fuerza de
dinero he conseguido que la criada me lleve a ver a Elvira. Acompáñeme
usted.
-¡Pero hombre! Si para estas cosas no se llevan testigos -le dije riendo.
-No se burle usted. No sé lo que siento, pero tengo miedo de esta primera entrevista. Vamos.
Y sin esperar respuesta, echó a caminar violentamente, y yo le
seguía sin saber tampoco por qué. Así llegamos hasta la puerta de la
casa de Elvira: ella no podía vernos, por la situación en que estaba la
ventana.
En el portal había una vieja gorda con un mantón negro y una cesta en el brazo.
-¡Válgame Dios, señorito! -dijo- ¿qué va a pasar aquí? ¡Dios nos saque con bien!
-Vamos, vamos -decía el conde empujándola. No hay que perder el tiempo.
Comenzamos a subir tramos y tramos de escalera; íbamos ya jadeantes y no acabábamos de llegar.
Por fin la criada se detuvo delante de la puerta de un cuarto: sacó
del bolsillo un llavín y abrió, procurando no hacer ruido. Cruzamos por
un pasillo oscuro, y penetramos en un saloncito.
No podré detallar cómo estaba; sólo sí que había plantas y flores y
porcelanas, y que todo indicaba buen gusto y exquisito cuidado.
La criada se detuvo en la puerta; yo me detuve también, y el conde penetró hasta la mitad de la estancia.
Elvira miraba aún por la ventana y estaba en pie sobre un sitial;
su cabeza y su cuerpo se destacaban sobre el azul claro del cielo.
Al verla, el conde lanzó un grito terrible, y se llevó las manos a
los ojos cubriéndoselos. Yo estuve a punto de gritar. Aquella cabeza
ideal, aquel rostro peregrino, correspondía al cuerpo de una mujer
pequeña, jorobada, monstruosa.
Al oír el grito de Enrique, aquella pobre criatura volvió la cara;
comprendió todo lo que pasaba en el corazón de su amante, y cayó
desplomada del sillón, diciendo con voz apagada:
-Te lo habla dicho. Te lo había dicho.
La vieja acudió a levantar a Elvira, y yo saqué de allí al conde, que bajaba las escaleras como un ebrio.
Ocho días después, por el conde que aún estaba enfermo, supe que la pobre Elvira había muerto de la emoción y del golpe.
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